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Carta a mis hijos: sobre el final; por Luis Vicente León

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Carta a mis hijos: sobre el final; por Luis Vicente León

Morochos: quizás todavía no lo van a entender, pero quiero escribirles esta nota, que creo les resultará interesante en un futuro no tan lejano.

Basta mirar la historia para encontrar la secuencia típica de los modelos intervencionistas, como al que sometieron a su país. Los promotores siempre comienzan argumentando que es indispensable que el Estado controle todo, incluyendo la vida de la gente, presumiendo que ésta es incapaz de definir su destino. Esa intervención incluye el intento de controlar la mente de la población, lo cual pretenden lograr a través de un clásico del poder: el miedo, tomando en cuenta que si consiguen que la gente tenga miedo de decir, terminará teniendo miedo de pensar.

El resultado económico es siempre el mismo: destrucción de capacidad productiva, pulverización de la confianza, desequilibrios económicos graves, deterioro de los servicios públicos y una denigrante dependencia que los convierte a todos en mendigos.

Pero hay otra cosa común en este modelo que, lamentablemente, les tocó vivir a ustedes, en un momento de la historia donde parecía erradicada esa enfermedad: el ciclo que recorren durante su implementación. Comienzan con el cuento de que hay que intervenir para proteger al pueblo. Y ese cuentacuentos “salvador” es un histrión: emociona a las masas y les vende un sueño falso. A la vuelta de un tiempo, el país se encuentra lleno de distorsiones. Es el momento de empezar la segunda etapa. Aumentan los controles para resolver los problemas ocasionados por los controles anteriores. La economía se deteriora más y el pueblo se empobrece. Los derechos son restringidos para evitar los riesgos.

Y la tercera etapa no tarda en llegar. Controlan más e inventan “culpables” no sólo de que la crisis no se resuelva, sino de que empeore mucho más: los oligarcas, los empresarios, los imperios, los Gremlins. Y hacen creer que hay que señalarlos, amenazarlos, atacarlos, expropiarlos, destruirlos, apresarlos, exiliarlos. Y cuando nada de eso resuelve el problema, como evidentemente siempre pasa, entonces viene la cuarta etapa en la que se culpan entre ellos. Apresan a los “traidores” que antes fueron grandes símbolos de su revolución y se producen presiones de cambio que vienen desde dentro del mismo monstruo. Y, por supuesto, durante el ínterin controlan todavía más.

Sin embargo, el verdadero problema para terminar mi historia viene en la quinta etapa, porque es la única que no tiene siempre el mismo desenlace y no sé si el final lo veré yo o sólo ustedes. Lo común de esta etapa es que la economía colapse, que las instituciones sean incapaces de atender las necesidades de la gente, que se pierda toda capacidad de intermediar conflictos y, entonces, la única manera que tiene el gobierno para intentar controlar al país es la represión. No la pasiva que se ejerce “mostrando” el poder, sino la activa, esa que lleva al gobierno a disparar, a matar, a apresar masas completas  y a violentar la propiedad.

Pero después las posibilidades se abren y ya no podemos proyectar nada con seguridad. Lo más común es que el modelo y el gobierno no logren resistir la presión de cambio y sean sustituidos, por las buenas o por las malas. La forma no es una nimiedad, pues de ella dependerá la estabilidad futura del país. Y hay casos minoritarios en los que se consolida la última fase del primitivismo. Usan la fuerza sin restricción, sin miedo a las violaciones de Derechos Humanos, que los condenarán por siempre en el futuro, tanto en la tierra como en el infierno. Y esa capacidad represiva logra mantenerlos en el poder por mucho tiempo, uno que, como es usual en el análisis político, no podemos estimar.

Ojalá que cuando ustedes lean esto, solos y con interés, sea una historia a la que todos le hayamos puesto un final feliz.

 

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