Desde la ventana del segundo piso de su casa, ubicada en el barrio Minuto de Dios, en Bogotá, Juan Jiménez, de cinco años, veía cómo su hermanito Jonathan, dos años menor que él, jugaba en el jardín de su casa con Alfonso, su hermano de siete años, cuando corría el año 1987. En ese momento llegó un hombre y le dijo que fueran a comprar dulces, así que salieron de la casa, caminaron hacia el fondo de la cuadra y desaparecieron.
Juan observó toda la escena pero le dio pena ir a contarle a su mamá que se estaban llevando a su hermano, pues estaba en ropa interior y había una visita en la casa. Tampoco le pareció extraño que Camilo Gómez se lo llevara pues él era un amigo del trabajo de su padrastro, quien era sargento de la Policía.
Mientras esto ocurría, su mamá estaba atendiendo la visita y pensaba que sus hijos seguían jugando. Pero luego de una hora se dio cuenta que Jonathan ya no estaba. Ana Jiménez, de 22 años, lo empezó a buscar debajo de las camas, en la cocina y en los lugares más escondidos de su vivienda mientras gritaba su nombre. Se empezó a desesperar y, al no encontrarlo, recorrió el barrio preguntando por su hijo, pero nadie había visto nada, se lo habían robado.
Inmediatamente, Ana llamó a su mamá y a sus hermanos para contarles lo que estaba ocurriendo. Ellos le empezaron a hacer preguntas, pero ella no tenía ninguna respuesta, no sabía por dónde buscar ni qué hacer, pues su hijo había nacido en la casa y aún no le había sacado el registro civil. Ella temía poner la denuncia en la Policía por su pareja, quien era 30 años mayor y abusaba de ella.
Tras la angustia por no encontrar a su pequeño, llegó al dolor. “En ese momento sentí un dolor que solamente Dios y uno lo saben, los demás sólo juzgan y critican. Solamente uno guarda ese dolor”, le cuenta al diario El Tiempo de Bogotá. Ana aún no sabía quién se había robado a su hijo.
Ese 25 de septiembre Ana sintió que le habían arrancado una parte de su vida. Cada año en esa fecha, hacía una oración anhelando que su hijo estuviera vivo, sano, y que algún día lo pudiera encontrar. Pero así como aumentaba su anhelo de encontrarlo, su vacío se hacía cada vez mayor.
Siete años después, cuando corría el año 1994, Camilo Guzmán reapareció. Llegó a la casa de Ana y le confesó que él se había llevado a su hijo por órdenes de su pareja. “Me vino a decir que al niño se lo habían llevado para Estados Unidos y que estaba bien que él iba a estar mejor que conmigo, pues estaba con una familia adinerada”, recuerda su madre.
Entretanto, Juan inició estudios de actuación y en poco tiempo logró participaciones importantes que le dieron la oportunidad de irse a Estados Unidos a seguir el anhelo de su corazón: buscar a su hermano.
A mitad del 2018, inesperadamente, a Juan le llegó un correo electrónico de una compañía de ADN llamada ‘My Heritage’ que decía que les estaban dando unos kits de ADN a las personas que quisieran encontrar algún familiar. Juan les mandó la historia de su hermano, quedó seleccionado y le enviaron el kit.
Se hizo la prueba y ese día escuchó lo que él llama la voz de Dios. “Dentro de mí escuché esa voz que no es audible, ese pensamiento que no es tu mente, escuché la que ahora sé que es la voz de Dios que me dijo: Ahora sólo vas a esperar porque en cualquier parte del mundo donde él esté, él se va a hacer la prueba en la misma compañía y te va a contactar”, cuenta Juan a sus 37 años.
Durante un año y medio no ocurrió nada nuevo, hasta el 2 de diciembre de 2019.
Ese día, Juan recibió un correo de la compañía que decía que le habían mandado un mensaje. Cuando Juan abrió el correo vio un mensaje en inglés que decía: “¡Oye! Soy John, de 34 años y actualmente vivo en Noruega. Fui adoptado en un orfanato en Colombia a la edad de cuatro años. No tengo familia conocida, lo cual es parte de la razón por la que tomé este examen… El resultado sugiere que eres mi medio hermano, tío o sobrino, así que a menos que tú también seas adoptado, ¡parece que estoy muy cerca de encontrar más información sobre lo que me pasó en Colombia en los años 80!”.
En ese momento Juan no pensó que había encontrado a su hermano, lo primero que pasó por su mente fue que era un familiar por parte de papá, pues Juan nunca lo conoció. Además, al ver el perfil en la página de la compañía, vio que decía que Jhonatan tenía 30 años, y las cuentas no le daban, pues él debería tener 34.
Sin embargo, siguió hablando con este desconocido que decía ser su familiar. Empezaron a intercambiar fotos, en las que estaban juntos cuando eran pequeños y Jonathan le dijo que tenía 34 años. Ahí cayó en cuenta que era su hermano, el niño tierno, con el que jugaba fútbol cuando era pequeño y que había estado buscado por tantos años.
Jonathan empezó a contarle más de su vida. Le dijo que lo habían adoptado en Colombia y que a su familia le habían dicho en el orfanato que a él lo encontraron tirado en la calle. “Él creció pensando que su mamá o su papá lo habían tirado a la calle, pero nunca supo que lo habían robado”, afirma Juan.
Desde ese 2 de diciembre Juan y Jhonatan no dejaron de hablar.
Jhonatan le contaba de su vida como abogado y Juan le hablaba sobre fe y sus estudios de cine y actuación. Hablaban de cómo sería el momento de su reencuentro, y con su mamá.
Su familia nunca supo que Juan estaba en la búsqueda de su hermano, pues no quería «contagiarse de incredulidad». A su mamá solo le había dicho algunas cosas que la hicieron pensar que lo estaba buscando.
Jonathan estaba ansioso por contarle a su mamá biológica que lo habían encontrado, así que dos días después, Juan le contó a Ana.
“Mi hijo me llamó. Yo estaba aquí en la casa, él oró por mí y después dijo: mamá, lo encontré. Y yo le dije: ¡A Jonathan! Y me dijo: sí. Cuando colgué yo gritaba, dándole gracias a Dios, brincaba, subía, bajaba, llamé a mi familia y a mis amigos”, dice Ana entre risas.
Ese día Juan le dijo a su mama que estaba coordinando todo para que lo pudiera volver a ver.
Ana dice que sintió que esa espera fue más larga que los 32 años en los que no supo nada de su hijo.
El 2 de enero de 2020 Juan llegó a Noruega a ver con sus ojos lo que había visto con la fe. “Recuerdo que había una escalera antes de llegar al segundo piso donde estaba mi hermano y mientras yo subí esa escalera pensaba en la fidelidad de Dios que vio en mí la fe necesaria para guiarme hasta ese momento”.
Cuando se vieron se dieron un fuerte abrazo. “Poderlo ver después de tantos años, compartir con él, ver las diferencias y como en otras cosas somos iguales es algo que no sé cómo describir, es algo muy bello”, dice Juan.
En los días que estuvieron juntos en Noruega, Juan conoció a sus amigos, a su familia cercana, pero no a sus padres adoptivos porque ellos vivían en otra ciudad.
De vuelta a Colombia
Hacia las 7:00 p. m. del 7 de enero de 2020 Juan, Jonathan y su mejor amigo llegaron a Colombia. Esa noche durmieron en un hotel y al día siguiente Juan los recogió para llevar a su hermano al reencuentro con su familia.
Para sorpresa de Jhonatan, a la entrada del barrio lo esperaban con música en vivo que lo llevaría a la casa donde su madre lo esperaba con toda la familia. Al llegar, atravesó una alfombra roja, había globos alrededor y una pancarta con su nombre que estaba sobre la calle donde años atrás lo habían hurtado, y de lejos vio a Ana, su madre.
“Esa primera vez que lo vi yo temblaba, toda la familia estaba pendiente de que no me fuera a dar nada, las piernas como que no me daban, yo estaba parada con el letrero de bienvenida y sentía que me desmoronaba”, cuenta Ana.
Cuando Jonathan llegó se abrazaron y sintieron esa conexión que habían anhelado por tantos años, “Fue como un amor tan de los dos”, cuenta su madre. Lloraron y bailaron.
Las palabras casi no eran necesarias. Juan les ayudaba a traducir mientras grababa para hacer su propio documental con su historia. Ana le presentó a sus cuatro hermanos y al resto de su familia.
Desde ese día Ana se quitó un peso de encima, se siente enamorada, rejuvenecida, realizada. “Es un milagro porque donde él estaba era difícil de encontrarlo, eso no lo pudo hacer más que Dios y Él utilizó a mi hijo, porque encontrarlo era como encontrar una aguja en un pajar”, asegura.
Juan estuvo 14 días en el país, en los que se pudieron conocer; Ana le respondió las miles de preguntas que su hijo ha tenido toda su vida y desde entonces se hablan todos los días por WhatsApp.
Jhonatan se fue a Noruega pero regresó en marzo al país y se quedó atrapado por la pandemia, así que empezó a estudiar español para poder hablar el mismo idioma que su madre.
El 28 de noviembre de 2020 su familia le celebró a Jhonatan todos los cumpleaños que no habían podido compartir. Hubo piñata y mariachis: fueron 29 pasteles, 29 regalos, 29 velas y 32 años de espera y sufrimiento que terminaron para esta familia.
Con información de El Tiempo de Bogotá.
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